lunes, octubre 13, 2008

Conjuros


Todos se han marchado. En cuanto la noche comenzó a tender sus sombras sobre la aldea se unieron al resto de la gente e iluminándose con antorchas se dirigieron hacia el bosque. Las hendiduras de las tablas de las paredes me dejan ver los rostros adustos de hombres y mujeres. Buscan algo, no recuerdo lo que es.

En cuanto las últimas luces se pierden en la lontananza, unas siniestras siluetas comienzan a dibujarse en las polvorientas calles. Los ladrones se disponen a aprovechar la inmejorable oportunidad para hurtar los humildes hogares.

Yo me he quedado precisamente a eso, a proteger nuestras propiedades. Será sencillo, sé cómo hacerlo aunque desconozco la forma en como lo he aprendido; sin embargo no me detengo a reflexionar en ello, surge como algo natural, innato.

Todo es cuestión de poner agua limpia en un plato y, en absoluto silencio, colocarlo en el centro de la mesa que hace las veces de comedor, sobre un mantel de un blanco inmaculado. Listo, está hecho; el conjuro de protección es tan poderoso que no puedo evitar sentir una profunda pena por los malhechores, serán desmembrados irremediablemente.

Y nuevamente La Voz; esa voz que surge de la nada y, sin embargo, no me sorprende; la voz que lo mismo dice “eres un arcano” o me da instrucciones de colocar miel de abeja en un altar. En esta ocasión me indica lo siguiente: “Coloca una astilla de costilla humana en una pequeña bolsa de tela y cuélgatela en el cuello”.