El pequeño parecía no poder estar en calma ni un
momento, por lo que todos mis esfuerzos por seguirlo estaban a punto de
agotarme. Pero... de pronto me asaltó la duda, el niño era muy parecido a mi
cuando tenía su edad, y... al voltear continuamente para comprobar que aún lo seguía
me dio la impresión que no trataba de escapar, sino de conducirme a algún
sitio.
Al fin lo supe, el chiquillo quería aprender magia.
Sus andanzas me condujeron con una pareja de ancianos que emanaban bondad por
cada poro, eran judíos, y me ofrecieron algo de comer que, aunque no lo
recuerdo, resultó delicioso.
Una vez saciado el apetito los ancianos me condujeron
a una ceremonia en un lugar que, sin estar seguro pues nunca he estado en alguna,
me pareció una sinagoga. Ahí encontré de nuevo el pequeño que no lograba
permanecer quieto ni un minuto y era sumamente escurridizo. Sus pequeños ojos
mostraban asombro y fascinación, había visto a alguien hacer magia y, cuando la
hizo, una vieja pintura en la que aparecía el Arcángel Miguel se iluminó, los
ojos se le encendieron como rojas brazas ardientes y la imagen se desprendió
del cuadro.
Estando en la ceremonia alguien se
acercó y nos condujo a un lugar oculto, creo que era un sótano. Tocamos a la
puerta y apareció un hombre con extraños ropajes orientales. Fue impresionante
la simpatía que me generó su sola presencia, como si lo reconociera de algún lugar
ya olvidado; tenía una gran sonrisa y un maravilloso sentido del humor. Era un
mago. Sólo recuerdo que me dijo que yo era judío, y que le daba gusto verme de
nuevo en las ceremonias. Yo contesté extrañado que no lo era. Se limitó a reír
alegremente, señaló el turbante que tenía en su cabeza y dijo que él era un
emir. En ese momento todo se esfumó en la nada...