sábado, mayo 26, 2007
El derecho a la tristeza
A principios del mes de marzo, durante una breve estancia en la Ciudad de México, tuve la oportunidad de asistir a un “café filosófico” en la Librería el Péndulo de Polanco, el cual, según su propia definición, “es un espacio que se construye con las ideas, las opiniones y las dudas de un grupo de personas que se reúnen en un café — lugar público por excelencia— para debatir sobre aquellos temas que consideramos importantes pero que a menudo dejamos pasar porque no tenemos el tiempo —o el foro— para reflexionar sobre ellos. Temas que nos obligan a pensar no en función de resolver un problema práctico —nuestra mente no es sólo una caja de herramientas— sino en función de desarrollar nuestra capacidad de intercambiar ideas, de analizar críticamente, de poner a prueba nuestras convicciones (http://www.filosofiacotidiana.com/)”.
Gracias a esta enriquecedora experiencia, tuve la dicha de compartir puntos de vista con su maravillosa moderadora: Esther Charabati, filósofa egresada de la Universidad Autónoma de México, y cuyo destacado currículum incluye la colaboración con diversas publicaciones nacionales e internacionales, ser editora de la revista Horizontes, ser conferencista y haber participado en varios congresos, entre otros.
Hago todo este preámbulo porque recientemente leí un artículo de Esther llamado “El Derecho a la Tristeza”, el cual me gustaría compartir íntegro con aquellos que quieran reflexionar sobre el tema y, por qué no, de vez en cuando hacer uso de nuestro derecho de estar de “cara larga” y ánimo alicaído:
El Derecho a la Tristeza
(por Esther Charabati)
Ningún estado de ánimo convoca tanta oposición como la tristeza. Apenas borramos la sonrisa y la gente se siente con derecho a intervenir en nuestras vidas. «¿Qué te pasa?»; «¡Ya cambia la cara!»; «Parece que vienes de un entierro». A nadie le gusta presenciar la tristeza porque es contagiosa. Porque hace pensar en los miles de motivos que existen para estar triste. Porque ver el dolor, duele. Sin embargo, alguna vez estuvo de moda, de la mano de la melancolía; recordemos el famoso spleen de Baudelaire y el taeduim vitae de los griegos. El romanticismo y la tristeza eran buenos compañeros, porque surgían de lo más profundo del ser humano. En cambio, la alegría parecía superficial, tonta, popular. Cualquier hijo de vecino podía estar alegre y reír todo el día. Era vulgar.
Hoy las cosas son diferentes. El signo del siglo es la alegría, el entusiasmo, las ganas de vivir. Las sonrisas acechan desde los maniquíes, los anuncios espectaculares, los comerciales. Están en boca de todos los edecanes, los vendedores, las recepcionistas. Todos queremos que nos atiendan con una sonrisa en la boca. Que hagan como si no tuvieran problemas, como si estuvieran eternamente enamorados, como si les alcanzara el sueldo, como si la vida fuera fácil.
Y sin embargo… existen motivos de tristeza, de melancolía o de añoranza, y no siempre queremos reprimirlos o disfrazarlos. A veces queremos vivirlos hasta el fondo, agotarlos. Ahora lo llaman depresión. De acuerdo: Queremos deprimirnos porque tenemos buenos motivos para ello, estamos decididos a sufrir porque nuestra pena lo amerita. Aunque los demás no quieran verlo. Aunque hagan todo lo posible por alegrarnos. No nos queremos alegrar, porque estamos viviendo una pérdida o una decepción, o simplemente caímos en un bache y necesitamos tiempo y energía para salir de ahí.
¿Quién dijo que los seres humanos tenemos vocación de castañuelas? «Sonríe y el mundo estará contigo», nos dicen los fans de Dale Carnegie que llevan décadas promocionando la sonrisa como sinónimo de fe y de esperanza, una sonrisa idiota que se utiliza como contraseña para ser aceptados entre los vivos.
Pero hay días en que el mundo no está con nosotros, por lo menos no como quisiéramos. Días en que el dolor duele tanto que no podemos ubicarlo en ningún lado para extirparlo de raíz. En que queremos dormir para ver si la pena se desvanece, o se confunde con los sueños. A ver si cuando despertemos la tristeza ya se fue. O lloramos, para que el dolor se vaya deshaciendo, para erosionar el sufrimiento con nuestras lágrimas, para sacarlo todo. Otras veces hablamos y hablamos sin parar, torturando a quien nos escucha con la misma historia mil veces contada, con todos los matices y todos los detalles. Y si no podemos dormir, ni llorar, ni hablar, entonces nos endurecemos y nos callamos. Y la tristeza sale a través de gritos, de agresiones pasivas, de desconfianza, de mezquindades. Sale como un huracán o como una llovizna. Arrasándolo todo o desgastándolo… y poco a poco va dando paso a la paz, a la alegría, a la reconciliación con la vida.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario