Tenía mucho tiempo de no leer un libro por el deleite de la palabra escrita per se; ese exquisito placer de recrear ─mediante la narrativa─, imágenes, sonidos y sentimientos… sin expectativas, sin pretensiones intelectuales, sólo rememorar ─no sin un dejo de nostalgia─, el disfrute que cuando niño me producían la viejas historias narradas alrededor de una mesa en casa de mi abuela… historias que tenían como escenarios las haciendas familiares de Tanchipa o El Cielo, y como protagonistas a personajes capaces (como Simonopio en el libro) de ver más allá de lo aparente y acceder a realidades alternas. Y es que para describir mi comunión con esa entrañable rama de mi familia me es necesario tomar prestadas las palabras de la autora cuando cita que “(…) tal vez nos viéramos poco, pero en ese poco nos veíamos mucho”. En fin, historias de tiempos que por ser pasados permiten a la realidad y a la fantasía caminar juntas, mezclarse, confundirse, existir una sólo gracias a la otra… realismo mágico dirían quizá algunos más versados en literatura.
También me hizo recordar cuando, antes de que la sarna urbanizadora ─que llegó tras mi destierro─ arrasara con la zona donde crecí, prefería perderme en completa soledad por veredas, montes y ríos antes que jugar con otros niños. Y es que debo confesar que a esa edad el parloteo parece conditio sine qua non para convivir… Yo prefería el silencio, pues el habla anulaba mi capacidad para percibir el olor de la tierra y la hierba tras la lluvia, o el sonido de las chicharras en la temporada de estío, o la percepción de los cambios de estación por la vegetación prevaleciente. Me parecía que sólo a mí me lograba hipnotizar la simple contemplación de un remanso de agua poblado por pequeños peces, libélulas y chiches de agua, así como por unos extraños insectos que con sus largas patas desafiaban las leyes de la física siendo capaces de permanecer posados sobre la superficie del agua… Pero esos ya son otros cuentos y aquí no se trata de mis memorias ni mucho menos de mis confidencias. Valga como disculpa la trampa a la que me condujo la misma lectura, una trampa en la que “Los recuerdos dejan de ser lejanos. Dejan de medirse en años y empiezan a medirse en emoción pura”.
Disfruté enormemente de “El Murmullo de las Abejas”… mas no sé si me aventuraría a recomendárselos. Temo que mi crítica no podría ser del todo imparcial, pues mi aproximación a la novela se realizó desde el hipotálamo, desde ámbitos sensoriales estimulados por recuerdos de abejas bebiendo de una gota suspendida en un grifo de agua o por el olor “a lavanda, a ropa hervida con jabón blanco, a naranjas y miel…”.
También me hizo recordar cuando, antes de que la sarna urbanizadora ─que llegó tras mi destierro─ arrasara con la zona donde crecí, prefería perderme en completa soledad por veredas, montes y ríos antes que jugar con otros niños. Y es que debo confesar que a esa edad el parloteo parece conditio sine qua non para convivir… Yo prefería el silencio, pues el habla anulaba mi capacidad para percibir el olor de la tierra y la hierba tras la lluvia, o el sonido de las chicharras en la temporada de estío, o la percepción de los cambios de estación por la vegetación prevaleciente. Me parecía que sólo a mí me lograba hipnotizar la simple contemplación de un remanso de agua poblado por pequeños peces, libélulas y chiches de agua, así como por unos extraños insectos que con sus largas patas desafiaban las leyes de la física siendo capaces de permanecer posados sobre la superficie del agua… Pero esos ya son otros cuentos y aquí no se trata de mis memorias ni mucho menos de mis confidencias. Valga como disculpa la trampa a la que me condujo la misma lectura, una trampa en la que “Los recuerdos dejan de ser lejanos. Dejan de medirse en años y empiezan a medirse en emoción pura”.
Disfruté enormemente de “El Murmullo de las Abejas”… mas no sé si me aventuraría a recomendárselos. Temo que mi crítica no podría ser del todo imparcial, pues mi aproximación a la novela se realizó desde el hipotálamo, desde ámbitos sensoriales estimulados por recuerdos de abejas bebiendo de una gota suspendida en un grifo de agua o por el olor “a lavanda, a ropa hervida con jabón blanco, a naranjas y miel…”.
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