martes, septiembre 23, 2008

Damnatio memoriae


El atrio era un cuadrado perfecto, rodeado de altos edificios que lo hacían verse aún más pequeño.

Entré entonces a la iglesia. Estaba en silencio y solitaria, la poca luz que se filtraba por las sucias ventanas dejaban ver que el polvo del olvido lo había cubierto todo.

Conforme mi vista se fue acostumbrando a la penumbra, empecé a notar algo por demás extraño: el recubrimiento de las paredes había sido removido por completo. Donde antaño debieron estar frescos u otro tipo de acabado ahora sólo se veían las huellas que dejaron implacables cinceles; muros desnudos despojados de su antiguo esplendor cual libro en cuyas páginas sólo quedasen borrones en lugar de historias.

Pero no sólo eran las paredes, al observar con atención pude ver que se había mutilado la cara de todas las figuras de los santos, algo que sólo había visto con anterioridad en las estatuas egipcias. ¿Quién y con qué propósito las privó de su identidad?

Me volví entonces dispuesto a salir de ahí. Justo en ese momento el gran portón de la entrada se cerró con fuerte estrépito y el temor de mi parte a no poder abandonar el lugar. Sin embargo, los goznes se movieron sin oponer resistencia.

Por la calle pasaba en ese momento un hombre alto y delgado, de brillantes ojos amarillos y cabello castaño. Su mirada me recordó a la de San Juan que referí en otra ocasión, incluso sus palabras fueron prácticamente las mismas: “Yo a ti te cargué cuando eras pequeño”.

Y la claridad del día nuevamente dejó sin respuesta todas mis dudas…

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